jueves, 5 de noviembre de 2015

Ejercicio

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"El amor es el vino de los locos: te da valor y borra límites, pero tomarlo una vez es jamás volver a sentirse cuerdo."

Esa fue la primer oración que mis labios sellaron a oídos de ella. Antes de hacerlo, me había divisado en Plaza Victoria, sentado en un banco sin nombre, recibiendo la lluvia furiosa que se había desatado horas atrás. El alma nadaba poéticamente entre recuerdos y lágrimas amargas del cielo, como si poco importase que apoyara esa mujer una mano sobre mi hombro, sin razón o curiosidad aparentes, dispersando el temblor y el vacío en mis ojos. Tal vez era el frío extraño, tal vez era el extraño que allí se encontraba.

Alcé la mirada y el vacío se llenó de un tentador café, bordeados por pestañas punzantes y una fina nariz a sus pies. Sus labios, moldeados con el mismo y sutil pincel, dibujaban una tímida mueca sonrriente, de las que invitan o esperan invitación. Sería la lluvia que resaltaba la transparencia de la misma sobre su tez pálida y un lunar extraviado en la parte izquierda del mentón. Su pelo, de una oscuridad insospechada en días soleados, cerraba el cuadro y descansaba ahogado sobre un saco de cuero, mojado e impaciente.

- Nunca elegimos de quién enamorarnos, ¿no?- fue la rápida respuesta.

La observé unos instantes más, tomándole el pulso a su mirada y en mis adentros, sonreí. Mi abstracción pareció inmutarse por fuera y no reaccioné a la vista de su presencia.

- No.- apenas logré decir.

Debió de asumir que en mi cabeza existía otro mundo, un lugar donde no llovía y la puerta se encontraba cerrada, porque quitó la mueca sonrriente de su boca y dirigió la vista hacia la avenida, fugazmente. Aún así, me quedé perdido entre dos realidades: la melancólica e inútil que llevé de picnic en un día lluvioso y la de sus mechones empapados de oportunidad. Algo de atención era mejor que nada y comúnmente me costaba salir de todos esos estados colgados en algún ropero mental. Dejé finalmente escapar un suspiro y con él, el resto de la distracción.

- No te preocupes, estoy bien. Todos necesitamos volver a estar ciegos, aunque sea por un rato. Es en esa misma ceguera que apreciamos el poder de abrir los ojos.

Oyó mis palabras, filtrando el sonido de la lluvia, tal vez y decidió recuperar la suavidad de su rostro.

-¿Tu nombre?- insistí, rompiendo el resto del témpano que conformaba la tarde.

- Soledad.

- Soledad...- repetí, dejando que su sabor me envolviera los pensamientos.- Soledad, mi nombre es...

- Se bien cómo es tu nombre.

Una duda repentina asaltó mi mente: ¿existía algo más transparente que la lluvia?

(...)